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Es difícil luchar contra los que lo han perdido todo, incluido ilusiones y horizontes, o contra los que nunca tuvieron nada; porque los que ya nada tienen que perder, lo arriesgan todo a cualquier precio, incluso la propia vida, sobre todo si ésta se inmola con el propósito de conseguir alcanzar paraísos prometidos por ideales o creencias que trafican sin pudor con la ingenuidad, con la miseria, la necedad o la simpleza de la naturaleza humana, que se deja seducir y embaucar hasta el fanatismo por esos espejismos y soflamas de la barbarie.

El brutal atentado contra la revista de humor gráfico Charlie Hebdo en París constituye otro episodio violento más de esos conflictos asimétricos que, por desgracia, parece que van a ser el pan nuestro envenenado de cada día en los años venideros, actos violentos e irracionales llevados a cabo por aquellos, sean del signo o del credo que sean, que atentan contra la libertad de expresión, contra el sentido crítico y del humor y contra la vida, en una cruzada que amenaza con desestabilizar la convivencia pacífica, el desarrollo y el progreso de los pueblos, y que pueden servir además de coartada y justificación a los Estados para actuar con parecida brutalidad y para restringir también derechos y libertades a los ciudadanos con el argumento de la seguridad por encima de todo. Habrá que mejorar la seguridad pero sin menoscabar o mutilar los valores que han hecho posible nuestros sistemas de convivencia democrática. Si volvemos a entrar en la dicotomía “o libertad o seguridad” primando el triunfo de ésta, habrán triunfado de nuevo el terror, la represión, el dogmatismo y las tiranías.

La venganza no debe confundirse con la justicia, si queremos seguir habitando el Estado de derecho. Responder a la violencia con violencia nunca ha reportado beneficios claros, y ese modo de responder a las provocaciones lo único que muestra es el fracaso de la racionalidad y de la capacidad de diálogo y de entendimiento entre los individuos, poniendo en evidencia nuestras limitaciones y en peligro nuestros sueños de una humanidad mejor.

La injusticia que hace en la práctica que las leyes no sean iguales para todos; la desigualdad que propicia y abre una brecha cada vez más profunda y más amplia entre los hombres, la miseria y la ignorancia en la que se hallan sepultados y sin horizonte tantos millones de personas en el mundo, los miedos que paralizan y ciegan la razón y la capacidad de análisis, el descontento y las supersticiones religiosas son el caldo de cultivo que fertiliza el terror y el fanatismo, que son enemigos de la capacidad crítica, de la libertad de expresión, de la risa y del humor, elementos que forman parte del patrimonio cultural de los seres humanos y que son posiblemente nuestros rasgos más característicos y que mejor nos definen.

Construir sociedades satisfechas, que no conformistas, en la que sus ciudadanos posean los medios materiales, culturales y espirituales para poder llevar una vida digna es posible que sea el mejor modo de garantizarse convivencias pacíficas y tolerantes en un futuro y en un mundo que inevitablemente es cada vez más plural, más multiétnico, con ciudadanos con más facilidad para acceder a la información y para enviarla, en el que las personas viajan más, se conocen, conviven y aprenden unos de otros sus modos de vida y sus costumbres.

La convivencia, además, necesita de la empatía, del humor, de la risa que nos une y nos transforma en seres más amables, accesibles y acogedores. Aunque, es cierto, el humor, con su carga crítica, no es aceptado del mismo modo y con el mismo agrado por todos. En El nombre de la rosa, novela de Umberto Eco, que fue llevada a la pantalla por el cineasta francés Jean-Jacques Annaud, respondía Guillermo de Baskerville a su discípulo Adso de Merk, cuando éste le preguntaba qué era lo alarmante de la risa, que la risa mataba al miedo y sin miedo no hay fe. Y sin miedo al Diablo ya no hay necesidad de Dios.

Prender, por otra parte, las mechas de la generalización de los culpables, de la  discriminación y de la exclusión, creando más muros de xenofobia, de intolerancia, de ira y de odio, no solo no solucionará los problemas que tienen nuestras sociedades, sino que serán nuevas trampas dialécticas y políticas que utilizarán aquellos que únicamente se sienten satisfechos cuando se cumplen a rajatabla sus dogmas, sus postulados y sus mandatos, y que a su manera también quieren matar la risa, sobre todo la de los demás.

Sus mensajes incendiarios son tan peligrosos como el terrorismo que quieren combatir y, además, llegan con facilidad y arraigan con contundencia en las mentes sobrecogidas por el descontento, la tragedia y el miedo.

Es en los momentos en los que se producen esos trágicos y graves acontecimientos que siembran el terror, en los que los sentimientos se radicalizan y obnubilan la razón, cuando adquieren toda su grandeza las palabras de un ilustrado como Voltaire, cuando manifestaba: “no estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero me pelearía para que usted pudiera decirlo”, todo un canto a la libertad de expresión, al respeto y a la tolerancia que debe presidir cualquier proyecto que se califique como humano.

Por Joaquín Paredes Solís