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El escepticismo y la sospecha de que la verdad no era tan inmutable y eterna como algunos profetizaban, ha atravesado la historia del pensamiento como una corriente subterránea que ha revitalizado con sus dudas la lucidez y el pensamiento crítico, como una advertencia y una sugerencia a la soberbia y a la falta de rigor epistemológico de los sistemas dogmáticos.

A mediados del siglo V antes de nuestra era, en la antigua Grecia, Protágoras y Gorgias pusieron el dedo en la llaga de la verdad universal socrática y expresaron sus dudas con respecto a la posibilidad de un conocimiento seguro, permanente y absoluto sobre el ser.

Esa misma mirada indagadora y perspicaz, llena de matices, continúa a lo largo del tiempo, aunque con muchas dificultades, debido a la intolerancia de los sistemas dogmáticos dominantes y a la persecución de todo pensamiento que no sea alabanza,  loa y mimesis de las creencias e ideologías vigentes o hegemónicas. El disenso es perseguido, torturado y condenado al silencio o a la hoguera.

Pero es difícil silenciar para siempre la curiosidad humana, y cuando las circunstancias se vuelven propicias, esa corriente subterránea vuelve a subir a la superficie y a plantear sus dudas, sus preguntas y sus críticas, indispensables para mantener la salud y el vigor del pensamiento.

Este pensamiento furtivo, por tanto, es imposible de silenciar y prosigue su trayectoria en la Francia del siglo XVI con Michel de Montaigne, que nace cerca de Burdeos, ciudad de la que su padre, Pierre Eyquen, fue alcalde y en la que, con el tiempo, él también llegó a desempeñar ese cargo. Michel nace en 1533 en una familia de ascendencia judeo-portuguesa y de raíces españolas, pues su madre desciende de los López de Villanueva, judíos españoles aragoneses perseguidos, condenados y quemados en su día por la Inquisición.
Michel de Montaigne
Su educación fue liberal y humanista y a los ocho años aprendió latín, empeño de su padre, que le proporcionó un preceptor con el que sólo podía comunicarse en esa lengua.

Se graduó en derecho y llegó a ser magistrado en los tribunales de Burdeos, experiencia que, al parecer, no le proporcionó un buen concepto sobre la manera de impartir justicia.

Admirador, entre otros, de Virgilio, Séneca o Sócrates,  fue un humanista que tomó al hombre como objeto de estudio en su principal trabajo, los Ensayos, que los inició en 1571, a la edad de 38 años, cuando se retiró a su castillo. El proyecto de Montaigne era mostrarse sin máscaras, superar los artificios para desvelar su yo más íntimo en su esencial desnudez.

Junto con Francisco Sánchez, fue el principal defensor del escepticismo en el Renacimiento tardío. También fue un crítico sagaz de la cultura, de la ciencia y de la religión de la época que vivió, hasta el punto de que llegó a considerar la propia idea de certeza como algo innecesario. Su influjo fue colosal en la literatura francesa, occidental y mundial, como creador del género conocido como Ensayo.

Durante la época de las guerras de religión, Montaigne, católico él mismo, pero con dos hermanos protestantes, trató de ser un moderador y contemporizar con los dos bandos enfrentados. Tanto el católico Enrique III como el protestante Enrique IV mostraron su respeto por el pensador. De 1580 a 1581, realizó una serie de viajes por Francia, Alemania, Austria, Suiza e Italia, llevando un diario detallado en el que describió episodios variados y anotó las diferencias entre las regiones que atravesaba. Este escrito se publicó en 1774, con el título Diario de viaje.

Montaigne muestra su aversión por la violencia y por los conflictos fratricidas entre católicos y protestantes, también entre güelfos y gibelinos, cuyo conflicto medieval se agudizó durante su época. Para Montaigne, y en la obligación de escoger bando, es preferible siempre privilegiar la reserva escéptica como respuesta al fanatismo.

Montaigne continuó extendiendo y revisando sus Ensayos hasta su muerte, que le llegó en 1592 en el castillo de su nombre, en cuyas vigas del techo hizo grabar sus citas favoritas. El lema, mote o divisa de su casa era «Que sais-je?» («¿Qué sé yo?» o «¿Yo qué sé?»), y mandó acuñar con este lema una medalla con una balanza cuyos dos platos se hallaban en equilibrio.

Por Joaquín Paredes Solís